“Señor Don Francisco Largo Caballero

Muy señor mío y de toda mi consideración y respeto:

Yo soy una niña que voy al colegio con muchas ganas de aprender, como mi papá no sabe yo pongo más atención para ver si así puedo conseguir enseñarle para que comprenda mejor los discursos de usted cuando va a escucharle. Tengo tres hermanitos más pequeños que yo y otros años he escrito a los reyes magos para que nos echen juguetes pero esos señores no quieren venir por aquí y como yo oigo decir a mi mamá que usted es el mago de la palabra y que no hay más verdad que la que usted dice, me parece que le puedo pedir los juguetes que los magos no quieren traer el día 6 porque me le figuro a usted un mago con mejor corazón que esos de oriente porque esos no echan nada más que a los niños ricos y usted creo yo que no desatenderá mi ruego”.

Dos semanas, por lo menos, lleva esta carta rondándome por la cabeza. La firma, como es fácil adivinar, una niña de familia trabajadora durante los años de la II República. Me conmueve por su candor, me conmueve por el esfuerzo de la niña por expresarse de la mejor manera, por la importancia que para ella y los suyos tenía el destinatario. Desde el día en que la leí, llevo pensando si esa niña todavía vivirá. De ser así tiene que tener en torno a 90 años. Pienso en mis abuelas, que tienen esa edad y crecieron en esos duros años en la cuenca minera, tan duramente represaliada durante la guerra y la posguerra y donde tan firmemente enraizaron, hasta no hace muchos años, los valores del socialismo y los movimientos obreros. Me encantaría poder hablar con esa hoy nonagenaria niña y preguntarle si, finalmente, los reyes magos dejaron en su casa regalos, si Largo Caballero se dignó en contestarle a la carta y, por supuesto, de hacerlo qué fue lo que le dijo. Me gustaría también saber, si esa niña viviese, qué opina de la izquierda actual y del mundo que estamos construyendo (o desmontando, según se mire).

Pero sin duda lo que más me sigue llamando poderosamente la atención en la misiva de la niña son dos elementos que, por desgracia, el mundo actual ya no comparte con el mundo de la joven que escribió con caligrafía esmerada esa carta a Largo Caballero: la confianza en que educación y política, política y educación, son los dos pilares sobre los que debemos apoyar la construcción de un mundo mejor: hemos permitido, atónitos, que el mensaje de lo que es la izquierda cambie radicalmente. Nos han manipulado, chantajeado, humillado, y hemos reaccionado siempre con una sonrisa. Le hemos llamado pactar, pero hemos claudicado.

Tras la II Guerra Mundial, y al albur del Plan Marshall, la socialdemocracia (término que hoy no refleja para nada su real significado) tomó el poder político en Europa: fueron años de desarrollo económico y social, de hacer menguar radicalmente las desigualdades, de permitir que nadie pudiera morir por no poder pagar los cuidados médicos, de solidaridad entre clases sociales. El crecimiento económico, la estabilidad social, la disminución de la brecha entre ricos y pobres parecían encaminar el mundo hacia el futuro de las películas de ciencia ficción: nos parecíamos cada vez más a Star Trek y menos a Star Wars. La amenaza que las grandes multinacionales y los poderes económicos veían en la URSS y sus países satélite les hizo transigir con condiciones laborales y sociales nunca vistas, y descubrieron que las mismas no les venían mal del todo, pues permitían a la clase trabajadora consumir más, gastar más dinero en los productos que ellos mismos fabricaban, permitía que los hijos de sus empleados fuesen a la universidad y desarrollasen, por un precio ínfimo, nuevos elementos que abaratasen costes y aumentasen la productividad. Hasta la derecha se vio obligada a asumir parte del mensaje socialdemócrata. El sistema no era perfecto, ni mucho menos, pero permitió un desarrollo económico y social en una parte del mundo como jamás se había visto. Pese a vivir imbuidos en la Guerra Fría, pocas veces la historia de la humanidad ha tenido una mayor paz social.

Pero las utopías nunca existen, y los periodos que se les parecen no suelen durar mucho: a finales de los 70 la Escuela de Chicago, capitaneada por Milton Friedman, volvía a poner en la palestra las viejas ideas del Liberalismo: bautizados como “neoliberales”, aunque de “neo” tenían poco, Friedman y los suyos, como cuenta magistralmente Naomi Klein, tuvieron la Chile de Pinochet de desastroso campo de pruebas, antes de que Margaret Tatcher y Ronald Reagan les comprasen la idea: en poco tiempo el neoliberalismo, ocultado bajo diferentes capas (ésa es la gracia del mal, en estos casos, que se hace irreconocible) campaba a sus anchas, intoxicando en parte el discurso de la izquierda europea. Así, tras la marcha de Ronald Reagan, a nadie le sorprendió que un demócrata como Bill Clinton liquidase lo poco que quedaba de los acuerdo de Breton Woods, ambicioso plan económico internacional del que nacieron programas como el Plan Marshall. Finalmente, el 12 de noviembre de 1999 Clinton derogará la llamada Ley Glass-Steagal, que prohibía a los bancos estadounidenses o afincados en su territorio dedicarse al mismo tiempo a la inversión bursátil y al préstamo y gestión de ahorros. Justo, qué casualidad, coincidiendo con la aparición de Citigroup. Desde ese momento empezó a fraguarse la crisis de las hipotecas subprime, en cuyos coletazos todavía nos encontramos y seguiremos estando, por mucho tiempo. Resulta sorprendente que en apenas 9 o 10 años se destruyese todo un sistema económico que empezó a forjarse a mediados de los 40 y se mantuvo vigente durante casi 50 años.

¿Y qué ha sido de España durante ese tiempo? Como país bajo una dictadura fascista, España no recibió los beneficios del Plan Marshall y el nuevo orden socioeconómico más que tangencialmente, como Berlanga nos mostró magníficamente en sus films. Así que, la niña protagonista de nuestra carta crecería en un país con una dura represión política, quién sabe si mirando de reojo, al caminar pos su pueblo o ciudad, la tapia del cementerio o la cuneta donde yacía algún familiar suyo. Tras la muerte del dictador, y después de mucho sacrificio, la niña de la carta podrá ver orgullosa como sus hijos pueden, por fin, recibir la formación superior que a ella siempre se le negó, por pobre y por mujer. De no haberse visto obligada al exilio, esa niña podrá ver como sus hijos, formados y con buenos trabajos, se van del barrio a la periferia, se compran un chalet y progresan – “ay, mamá, es que aquí no hay quien viva, ya, los pisos son pequeños”. No es la primera vez que sus hijos la sorprenden: durante los 70 se había sentido orgullosa de ellos, de su actitud combativa, de su involucración política: escuchaban a los cantautores, iban a mítines, corrían delante de los grises: luego llegaron los 80 y todo ese se cambió por crestas almidonadas de colores, chupas de cuero, maquillaje, fiestas y muchas drogas. El compromiso político dejó paso al divertimento, a lo pueril, a la juerga por la juerga. Y nuestra niña de la carta lo entendía: “pobres” – decía – “déjales que se diviertan, ya hemos sufrido nosotros bastante”; mediada la década de los 80 nuestra protagonista estaba radiante: en 1982 votó a Felipe con la ilusión con la que unos 50 años antes había escrito una carta a Largo Caballero. Sin embargo, algo empezó a darle la sensación de que no marchaba bien; nuestra niña de la carta se sentía ansiosa, agitada: recordaba a su padre contarle que había escuchado decir a Pérez Galdós que “por el socialismo es por donde ha de llegar la aurora”, pero sin embargo algo parecía que no acababa de marcharle bien a la izquierda. La llegada de los 90, con la corrupción generalizada y los desmanes en los gobiernos socialistas y la llegada de José María Aznar al poder la despertaron, de sopetón, del sueño en que había dormido durante los últimos 15 años: las cosas empezaban a parecerse demasiado a lo que recordaba de tiempos pretéritos y, lo que era peor, no había ningún Largo Caballero al que escribirle, ningún Julián Besteiro, ningún Fernando de los Ríos que armasen ideológica y teóricamente a la izquierda española.

Sin embargo, si años antes la habían despertado del sueño, ahora la sacaban de la cama, y de su casa: nuestra niña había crecido y vivido en Fuencarral, en el barrio de Malasaña durante toda la vida. Todavía recuerda cuando los vecinos frenaron la construcción de una enorme avenida que hubiese destruido muchas viviendas, como su padre le había contado que habían hecho al construir la Gran Vía. Pero ahora, en la primera década del siglo XXI, el barrio había cambiado mucho: de ser un hervidero de ancianos humildes y yonkis, barrio peligroso y abandonado, se había transformado en la cuna de los jóvenes de profesiones liberales y modernos que llevaban barba, como los troskistas, y montaban en bicicleta: al principio nuestra protagonista estaba encantada: gente joven, moderna, viviendo en el barrio; Pronto descubrió que la modernidad se acababa en lo estético, no había nada político, ninguna ideología, ningún programa tras aquella impostada rebeldía: las ganas de ser diferentes, irónicamente, les convertía en iguales, cortados por el mismo patrón. Sorprendentemente, empezó a ver como los pisos de su entorno se vendían por cantidades ingentes de dinero y las tiendas de toda la vida se sustituían por negocios que ella no entendía: repostería ecológica -“¿Qué demonios serán los cupcakes?” – se preguntaba. Bares en los que los jóvenes tomaban bebidas de nombres impronunciables, tiendas de ropa…

“Es la gentrificasción, yaya” – le contó un día su nieto. “¿La qué? – la gentrificación, abuela. Significa que los barrios cambian, y zonas que estaban en desuso o marginadas, como tu barrio, empiezan a llenarse de gente joven con unos salarios normales, después de gente con más pasta y por último están tan a la moda que la gente que los creó, la gente que ha vivido toda la vida en ellos, tiene que irse” – “¿y cómo permiten el ayuntamiento y el gobierno eso, hijo?” – “No solo lo permiten, yaya, lo alientan. Son muchos los ayuntamientos de todo color político que han dejado en Madrid, Barcelona, Nueva York, Roma, Sevilla, etc. a la iniciativa privada hacerse con el control de los barrios, incluso les han subvencionado o les han apoyado” –“¿y qué pasa con la gente que estábamos aquí? ¿Qué vamos a hacer ahora?”. Su nieto calla mientras que ayuda a su abuela a embalar los pocos enseres que le quedan en el piso. Sabe que sus padres quieren lo mejor para la abuela, pero no entienden qué prisa había por vender el piso en Malasaña, por muy bien que esté el mercado ahora, y llevarse a la abuela con ellos. Al menos no va al asilo…

En un chalet de Las Rozas, construido en medio de cientos de chalets iguales en urbanizaciones cerradas, rodeada de gente que no conoce, fuera de su entorno, nuestra niña que se emocionaba pensando que Largo Caballero cumpliría sus sueños, piensa dónde se ha quedado el PSOE en el que ella creyó tanto como para confundir a Largo Caballero con uno de los reyes magos. Ahí sigue, hasta no hace mucho gobernaba, pero no lo reconoce, ya no ve gente con la que poder identificarse: ve jóvenes con muy buena planta y gafas de pasta que hablan de términos que no comprende ni le interesan; identifica discursos descafeinados, vacíos, sin sentido. Incluso Felipe le recuerda más a Fraga ya que a aquel joven andaluz que iba a comerse el mundo. Aún así, tiene motivos por los que sentirse orgullosa: su partido ha hecho bandera de cuestiones como la defensa de los derechos de los homosexuales, la ley de dependencia y muchas otras cosas. Pero empieza a ver una superficialidad que la incomoda: reformas de la constitución con premeditación, nocturnidad y alevosía, puertas giratorias que no comprende -“ que no está mal, hijo, que alguien trabaje después de dejar la política, pero no puede ser que todos acaben enchufados en los mismos sitios” – le dice a su nieto. Líderes con mensajes tan neutros que acaban llamándola, a ella, “clase media trabajadora”. Ella, una currante, una obrera orgullosa de serlo que no solo no ve nada negativo en el término, sino que lo ve casi sagrado.

Nuestra niña, ya anciana, le da vueltas y vueltas a esto hasta que un día descubre el problema: El PSOE está gentrificado. La izquierda está gentrificada. “Pero abuela” – le dice el nieto – “eso solo se aplica en urbanismo”. Pero la abuela está segura de lo que dice: Cuando ella habitaba en el barrio del socialismo, ser obrero era un motivo de orgullo, y daba igual que el líder del PSOE fuese un hombre culto como Besteiro o un estuquista, como Largo Caballero: nadie renegaba de su origen, ni nadie le negaba el saludo o la palabra a otros. Los obreros eran el fin último de ser del barrio socialista, aunque muchos de estos obreros ni lo entendiesen ni lo valorasen; hoy el barrio socialista está plagado de niños pijos, hipsters de la izquierda, como los de su barrio de Malasaña, que no quieren electricistas, peones o reponedores en sus filas. Gente con muchos estudios que dicen hablar para todos pero que solo saben mandar mensajes para gente como ellos, pues solo quieren tener en el barrio gente como ellos. No saben que los demás existimos, “se ríen de los obreros como los chicos de la tienda de cupcakes se rieron de mí cuando les pedí una berlina de trigo, me tratan con paternalismo como los chicos de la tienda de repostería para mascotas cuando les digo que es un dislate darle magdalenas a un perro”. Su nieto le ha hablado de un libro de un joven escritor inglés, que se llama Owen Jones: “habla de los chavs, abuela, que son como los canis y las chonis de aquí, y de cómo en el Reino Unido la derecha se ha reído de ellos y la izquierda ha sucumbido ante esa idea”. Y la abuela entiende que en España pasa lo mismo: ¿quién habla para los nietos de su vecina, que no pusieron estudiar y malviven en casa de sus padres? ¿Por qué a los ninis les llamamos así, y los consideramos parte del problema en lugar de un síntoma del mismo?.

El PSOE, la izquierda, está gentrificada, y por eso nunca ha parecido más moderna: chicos jóvenes con buena planta, mujeres en puestos de responsabilidad, gays, personas con muchos estudios… Sin embargo, nuestra protagonista no ve en ellos a alguien que quiera vivir en su barrio: no ve en Óscar López, en Antonio Hernando o César Luena a Largo Caballero, Julián Besteiro o Indalecio Prieto, le recuerdan más a los jóvenes que viven ahora en su barrio y que un día montan en bici y otros hacen ganchillo, según se tercie o les pidan. No ve en Susana Díaz a las mujeres que lucharon por el voto, ni a Pedro Sánchez a alguien capaz de morir por sus convicciones, como Julián Besteiro. Ve una mezcla entre hipsters pseudointelectualoide de pose perfecta y trabajadores de oficina o funcionarios que con llegar y fichar tienen bastante. Gente que se dice progresista porque el día que decidieron que se iban a dedicar a la política la moneda cayó del lado del PSOE, pero encajarían perfectamente en la derecha europea e incluso en la española si no fuese tan rematadamente meapilas, y que, como los hipsters y con la misma ayuda de bancos y empresas privadas, cambian su barrio (llámase Malasaña o PSOE) para que solo puedan vivir en él gente como ellos: qué modernidad, qué cantidad de gente leyendo a Kapunscinsky, qué suerte no tener que arrastrar todo el día a los viejos y los curritos que nos hablan de pensiones, de salarios, de reformas laborales, para poder centrarnos en sofás, puestos y sueldos en nuestras administraciones. Qué maravilla tener gente que se ha formado en el extranjero, que sabe reconocer los estados que forman la región de Nueva Inglaterra o conocen la tasa de crecimiento poblacional de Wisconsin pero no tienen ni puta idea de la comunidad autónoma a la que se presentan como líderes. Qué maravilla crecer a la sombra del partido, ganarte un trabajo en él a tiempo completo y solo saber por oídas cómo vive la gente a la que dices defender.

Nuestra niña anciana se siente, así, tan expulsada de su partido como lo ha sido de su barrio. El proceso de gentrificación del PSOE está a punto de concluir, y con él el de toda la izquierda, pues el fenómeno, aunque con más baja intensidad se ha extendido a los demás partidos, como la gentrificación se extiende a otros barrios cuando acaba con uno.

Pero, ¿dónde van todas esas personas expulsadas del barrio de la izquierda? Algunas acaban en el barrio de la derecha, pero la mayoría viven en el de la abstención o en el de la decepción buscando una opción que les permita moverse al del extremismo fascistoide en el que, engañados, les dicen que van a encontrar todas las cosas que han perdido al abandonar su antiguo barrio. Mientras, en el barrio de la izquierda, desde sus sofás tapizados en piel de superioridad moral e intelectual, se ríen de ellos hasta que, al llegar las elecciones, se preguntan qué ha podido pasar, qué han hecho mal ellos, que han leído a Lakoff y a Stiglitz.

Nuestra niña se da cuenta de como ha cambiado el mundo en los 80 años que han pasado desde que escribiese su carta: uno de sus nietos malvive en Alemania, el otro, el que le ha explicado todo esto de la gentrificación, con dos carreras, un master y dos idiomas, vive con sus padres a la espera de una oferta de trabajo que nunca llega.

De repente, nuestra niña de la carta se pregunta para qué le habrá servido a su nieto estudiar tanto y le dice, cuando lo ve marcharse a los campamentos del 15M, a las manifestaciones de “rodea el congreso” o las mareas, que no se meta en política, que no sirve para nada. Ella, que estudiaba para explicarle a su padre los discursos de Largo Caballero. Ella, que confiaba tanto en la política como para confiarle algo tan serio como los regalos de los Reyes Magos.

P.D. Este artículo nunca podría haber sido posible sin la lectura de “First we Take Manhattan: Se vende Ciudad”, de Daniel Sorando y Álvaro Ardura, y que aborda magníficamente el proceso de gentrificación en diferentes lugares del mundo y, por supuesto, en las principales ciudades españolas, y que me ha ayudado enormemente a entender la gentrificación y establecerla como metáfora de este artículo con el que, por otra parte, los escritores no tienen por qué comulgar.